Hasta en la aridez del desierto se puede hallar agua fresca. Y cuantas veces los actores y actrices han recorrido ese desierto. Con una cantimplora rebosante de un conocimiento desordenado que deben saber dosificar: ahora un sorbo, ahora un trago largo, ahora no puedo beber aunque ganas no me falten. Hablo de esos compañeros actores hechos de otra pasta, de esos que aguantan las tormentas de arena con una sonrisa sobria. Esos que entienden que un maestro no es un profesor que tenga que dártelo hecho, sino que solo puede guiarte hasta una puerta que dará paso a otra puerta y a otra, en un camino de aprendizaje que nunca verá su fin pero que sí encontrará la calma. No es el maestro el que abre las puertas, no es un rumiante de conocimiento ni tiene el deber de hacer ameno el camino. El aprendizaje en teatro es arduo y complejo, frustrante a veces y agradecido otras. La diversión y el disfrute, la pasión, se encuentran en un estadio mucho más profundo y el actor debe poner de su parte para econtrarlos. Cargarse de paciencia. El maestro es un acompañante riguroso y experimentado que vivencia una y otra vez el camino que ya tomó una vez y sigue aprendiendo con cada uno de sus alumnos. Porque al final el mejor maestro del alumno es el propio alumno. Al fin y al cabo es el actor el que defiende lo que hace en escena, no el maestro. Es más que probable que yo no esté en posesión de la verdad. No sólo es probable, sino que es seguro. Tampoco lo pretendo. Pero hasta en la aridez del desierto se puede hallar agua fresca. No obstante hay que caminar lejos, sufrir, luchar, sacrificarse, perderse en los espejismos y reencontrarse de nuevo, beber un sorbo, seguir caminando. Ya lo decían los grandes maestros, esos que veneramos y masacramos a partes iguales: un actor debe formarse toda la vida. A mi me gusta creer que, en este punto, algo de razón tenían. Tal vez habría que hacer exámen de conciencia y plantearse en que condiciones nos subimos a un escenario. No todo es técnica vocal, física o emotiva. La otra parte se llama vocación y está hecha de rigor, sacrificio, empatía, integridad… Soy muy consciente de que la vocación no da de comer y la ética no está de moda en nuestros días, pero no hay recompensa sin lucha. Hace poco leí a un enorme actor de este país unas palabras que decían algo más o menos así: “El teatro, más que nunca, debe ser un espejo que refleje la sociedad actual”. Remover conciencias y hacernos reflexionar, uno de los objetivos ancestrales del teatro.Yo, en mi ignorante subjetividad quiero ir más lejos y decir que la lucha no sólo está en las grandes compañías y en los grandes escenarios. Debe estar en los pequeños grupos, en los talleres donde se forman futuros actores y actrices, en los escenarios poco conocidos y todos esos espacios que han surgido para poner en pie una cultura escénica comprometida y de calidad, aunque pobre en la producción, como mandan los tiempos de crisis. Una cultura de gueto y suburbio más que nunca. No dejemos que se ahogue nuestra pequeña voz. Luchar por la cultura desde la coherencia y el conocimiento. Desde el compromiso. Reflejar en los espejos que los pequeños creadores, compañías, actores, actrices, directores y directoras también están hechos de otra pasta. Hasta en la aridez del desierto se puede hallar agua fresca.
Raúl G. Figueroa.
Director de Zaherí Teatro.